Una historia en la que tú eres el
protagonista, Lucas:
Una
casa nueva, un patio nuevo en el que jugar y una habitación nueva. Una
habitación que algún día Lucas decoraría por sí mismo, pues aún era demasiado
pequeño como para preocuparse por los gustos estilísticos. Ahora, era todo un
torbellino, no paraba de corretear a su manera por cada una de las salas y
habitaciones de su nuevo hogar.
Una
tarde en la que estaban su padre y él jugando en su cuarto con los coches y los
dinosaurios, sonó el teléfono y su padre salió corriendo escaleras abajo a
contestarlo, pues por el momento sólo habían conseguido que unos de sus
teléfonos funcionara, ya sabes, esas largas historias con las compañías
telefónicas. Por lo que Lucas se quedó en su habitación y continuó jugando
hasta que un ruido le llamó la atención. Un ruidito proveniente de un
cajón. Un leve "toc-toc" en la madera como
si alguien llamase a la puerta. Lucas se acercó al cajón y al abrirlo no vio
nada, tan solo pequeños calcetines y camisetas varias. Pero como él sabía que
algo había oído comenzó a remover todo hasta que vio como unos pequeños ojos
azules le miraban y una gran sonrisa se le dibujó en la cara. Metió su pequeña
manita y la dejó muy quieta, poco a poco, el pequeño ratón se fue acercando y a
su mano se subió. Lucas decidió que sería su pequeño secreto y que él cuidaría
de Tino, pues así decidió llamar al pequeño ratón de cajón. Juntos estuvieron
jugando un rato, y cuando oyó que su padre volvía a subir por las escaleras rápidamente
le devolvió a su cajón y poniéndose un dedo en los labios acompañado de un
“shhh” le dio a entender que se mantuviera callado.
Esa
noche, cuando ya sus padres le habían acostado, Lucas decidió ir a abrir su
cajón con la esperanza de encontrar a su pequeño nuevo amigo pero para su
sorpresa en el cajón no estaba. ¡Había desaparecido! Sacó toda la ropa del
cajón, una por una, asegurándose que no estuviese entre algunas de las prendas
escondido. Tras sacar la última prenda una pequeña lagrimita comenzaba a
asomarse en los ojos de Lucas. No quería pensar que su ratón no había sido
real, por lo que metió la cabeza en el cajón como última comprobación y de esa
forma descubrió un pequeño agujero pegado a la esquina izquierda. “Tino…” dijo
Lucas susurrando y al ver una cabecita asomarse la ilusión volvió a la cara del
pequeño niño una ilusión que se fue incrementado cuando por sorpresa vio que
esa no era tan sólo la casa de Tino, sino que dos cabecitas curiosas más por el
agujero se asomaron.
Esa
noche, la pasaron entera jugando y juntos estuvieron pensando los nombres de
los otros dos ratones que finalmente fueron bautizados como Milo y Firo. Cuando llegaba
la mañana los tres ratoncillos volvieron a su cajón y Lucas volvió a meter toda
su ropa desordenada en él.
Ese día
su madre le dijo que qué había hecho con toda la ropa de su cajón pero aparte
de eso nadie sospechó. Lucas siguió manteniendo a Tino, Milo y Firo como sus
secretos amigos, todos los días les subía algo de comida, un trocito de queso o
un mendrugo de pan y en ocasiones especiales uno de los bombones de mamá. Los
tres ratones se convirtieron en grandes granjeros, pilotos de aviones y
bomberos pues para cada juego Lucas tenía pensado un papel para ellos.
Cuando
se fue haciendo mayor Lucas fue remodelando su habitación a su propio gusto; pintando las paredes, cambiando muebles y poniendo fotos y carteles;
pero una cosa tenía clara y es que por mucho que todo el mundo le dijese que se
desprendiese de ese viejo mueble que era de niños y no le pegaba nada;
él no lo iba a tirar, pues aunque ya no los viese tan a menudo como antes,
sabía que los ratones de cajón seguían en su hogar.
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