- ¿A qué
tengo nostalgia…? – Se preguntó a si mismo reflexionando sobre el tema – os diré
a qué tengo nostalgia si primero me decís vosotros porqué os habéis parado a
preguntar, y qué os hace pensar que yo tengo nostalgia. Además… ¿nunca os ha
dicho vuestra madre que no os paréis a hablar con extraños?
- Pero
usted no es un extraño señor – saltó a la defensiva el más pequeño de todos –
usted es el hombre del banco y todos los días que por aquí pasamos le vemos
así, ahí, sentado…
- Mi
hermano tiene razón y perdónenos por nuestra intromisión, simplemente quisimos
preguntarle porque tenemos curiosidad por entender qué es la nostalgia, y bueno…
a usted siempre le vemos con la mirada en el pasado, muy lejos de aquí; a veces
sus ojos se tornan grises y lagrimosos, otras están llenos de alegría y se
envuelven en un brillo especial, como si estuviese recordando algo muy alegre. –
añadió el mayor.
- Sí, yo
la verdad que dudaba un poco de que sus ojos pudiesen en algún momento mirar a
la vida presente, tenía ganas de conocer el color de sus ojos de verdad. – le confesó
el mediano de los hermanos.
El
hombre no tuvo más remedio que sonreír ante esos tres hermosos niños que habían
tenido la valentía de irle a preguntar y así poder saciar esa curiosidad innata
de la infancia.
- Bien… -
dijo él meditabundo – por donde podría yo empezar…
Los
tres niños aceptaron su respuesta como una bienvenida y decidieron tomar asiento
y ponerse cómodos para escuchar a qué tenía nostalgia y tal vez, entenderlo un poco más.
- ¿A qué
tengo nostalgia…? Hacía muchos años que nadie me hacía una pregunta tan difícil,
pues en realidad son demasiadas cosas como para poder contarlas en un momento.
Como habéis dicho, viajo a mi pasado, ahí es donde siempre se esconde la nostalgia.
Viajo a mi pasado, a esos días en los que mi amada estaba aún a mi lado; a esos
lugares lejanos a los que siempre me
dije que volvería; a esos momentos en que se nos iban las horas del día riendo
con los compañeros; a esos helados que vendían en la tienda de ahí abajo y que
un día, sin más, cerró. Echo de menos jugar al pilla-pilla; esconderle a mi
hermano una zapatilla; columpiarme en los columpios del parque hasta cansarme…
Añoro la fantasía que durante muchos días envolvió mis días… - Y de repente se
calló y se dijo “¿en qué estaría yo pensando? Son niños pequeños, seguramente
para ellos nada de esto tenga importancia.” – Bueno, pues eso, ya os podéis
hacer una idea de lo que es la nostalgia; ahora, volver al parque a jugar y a
divertiros de verdad.
- Pero…
¡Yo quiero saber cuál es ese sitio al que siempre quisiste volver! – dijo algo
inquisitivamente el mediano de los hermanos.
- ¡Y yo
quiero que me cuentes cual era tu helado favorito y quiero saber si tu hermano
llegaba a encontrar su zapatilla y dónde se la escondías!
- Y a mí
me gustaría que me describieras cómo era tu amada… - dijo titubeante el mayor
de ellos.
- Y
también quiero enseñarte como me columpio y que me digas si lo hago bien, y si
esos son los mismos columpios que tu usaste una vez. – interrumpió el más
pequeño de nuevo.
- ¿De
verdad queréis saber todo eso? – les preguntó el hombre algo sorprendido.
- ¡Sí! –
contestaron los tres niños al unísono.
- Podemos
volver mañana mismo. – dijo sensatamente el mayor de ellos al darse cuenta de
que se estaba haciendo tarde y que tenían que volver a casa.
- Está
bien, está bien… os contaré todas las historias que queráis escuchar pero a
cambio quiero que vosotros me traiga cada día una pequeña historia creada de
vuestra fantasía e imaginación.
Ellos
se miraron no muy seguros de sí podrían hacer eso que el hombre les pedía pero
finalmente dijeron “trato hecho” y los tres salieron corriendo gritando un
alegre “hasta mañana”.
Al día
siguiente la madre de los niños les acompañó pues quería asegurarse que la
historia que contaban del hombre del banco era verdad y que los niños no le
iban a molestar. Además les había preparado una cestita llena de sándwiches y
magdalenas para merendar y ella misma la quería llevar.
A
partir de ese día, todas las tardes de lunes a viernes, los cuatro se sentaban
en el banco y durante horas, intercambiaban historias nostálgicas por historias
fantásticas hasta que la luz de la tarde comenzaba a ocultarse.
El
banco dejó de llamarse ‘El banco del hombre sentado’ para llamarse ‘El banco de
los cuentos inacabados’ pues para saber el final tenías que regresar al día
siguiente y simplemente escuchar.
Dedicado con mucho cariño al tío Antonio